“¡Hay que expulsar los poetas de la República!” exclamaba Platón, al considerar que éstos falseaban lo verdadero y por tanto podían inculcar en los habitantes de la república ideas contrarias a la verdad, cultivando modelos de vida que en lugar de educar al hombre en la virtud, los convertiría en seguidores de la injusticia y la violencia: “Si queremos que una ciudad esté perfectamente regida debemos impedir por todos los medios que alguien diga en ella que la divinidad, bondad esencial, es la causa de los males, y no permitiremos que nadie, ni joven, ni viejo, escuche relatos semejantes, ya en prosa, ya en verso, porque tales relatos son impíos, perjudiciales y contradictorios entre sí.” (La República, Libro III, 380 b). Así pues, pareciera que la poesía y la literatura en general pueden propagar un germen “peligroso” que debe ser eliminado en busca de “La Verdad”, es decir, se debe buscar que la poesía sea una copia fiel de la realidad. Por ende, la misión del escritor ha de ser la de escudriñar la verdad, ir en pos de ella, lo cual implica partir del supuesto de que la aprehensión de la realidad es posible y que todas las miradas han de concurrir hacia la misma lectura de los acontecimientos verdaderos.
Tal deseo Platónico no sólo entraña en su interior la idea de que existe una Verdad que puede ser revelada y comprendida homogéneamente – y que además la verdad es “buena” -, sino que también impone un “deber ser” al oficio del escritor que es, a saber: copiar la realidad para educar en la justicia. Tanto la primera como la segunda condición pueden ser cuestionadas tanto en términos de la idea de “verdad” como sobre “el deber ser” de la poesía o la literatura en general, puesto que la escritura literaria abre las puertas no sólo a la comprensión de una realidad sino que se permite crear diferentes realidades y lecturas de lo real, pudiendo incluso mezclarlo con la invención de mundos posibles elaborados por las ficciones del autor, al tiempo que tampoco tiene como fin último educar o, incluso, adoctrinar al lector porque ello supondría, además, que este último juega un papel sumamente pasivo sobre los relatos que lee.
Sin embargo, parece que este ideal platónico aún tiene ecos en nuestros días y no porque quienes censuran la difusión de ciertas ideas a través de la literatura sean grandes lectores de Platón, sino porque parece que aún se defiende la idea de verdad única, alcanzable, homogénea y aprehensible, así como el deber ser de la literatura educativa en la virtud y la justicia. Al menos así pareciera indicarlo la prohibición recientemente realizada por las autoridades mexicanas al libro <Me dicen: “El más loco”>, escrito por Nazario Moreno González, alias el Chayo, quien fue el líder del cártel de droga: "La Familia" en Michoacán, muerto en 2010 en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad mexicana. El libro en cuestión según cuentan -porque hay que decir que la autora del presente documento no ha tenido acceso al mismo- presenta una narración alternativa a la versión gubernamental sobre el cartel de “La Familia”. Por ejemplo, en el libro, sus miembros no sólo no son delincuentes, como la legislación mexicana vigente permite calificarlos, sino que además son hombres honestos, trabajadores, que protegen los recursos naturales de la región y que buscan “ayudar a la gente”, siendo éste el motivo por el cual –dice Nazario- son objeto de persecución gubernamental.
La era de las prohibiciones y de las quemas de libros creíamos que había quedado en el pasado, más aún cuando se invoca nuestra amplia carta de derechos -la libertad de prensa, expresión y a la información- ello no es garantía para que aún en nuestro días se censure la distribución de un libro por considerar que su contenido es subversivo. No obstante, esto no ha sido una limitación para que este documento se difunda ampliamente en la región de Michoacán a través de mecanismos que logran evadir la prohibición gubernamental, tales como: dejar grandes cantidades de libros en espacios públicos para que la gente los tome, entregar a los niños en la escuela varios ejemplares para que los lleven a su familia, rotar los libros entre conocidos y amigos forrándolos en distintos papeles que cubran su carátula, entre otros. Así las cosas, resulta que la guerra contra el narcotráfico se libra no sólo en las capturas, las penas, ejecuciones y enfrentamientos armados, sino que también en las pequeñas estrategias de la vida cotidiana para difundir ideas contrarias entre los bandos en pugna. (Haciendo aquí un “aplanamiento” del panorama que no toma en consideración que es probable que al interior del “La Familia” existan tensiones internas que también circulen en estos medios de la vida cotidiana o que, incluso, las mismas fracturas que existan al interior de las fuerzas armadas mexicanas contribuyan a la distribución de ejemplares).
La búsqueda de la difusión de sus proyectos, historias y narrativas podría considerarse como una estrategia por parte de los grupos narcotraficantes encaminada a conseguir aceptación y apoyo de los Michoacanos aunque no necesariamente sea una invitación para que se sumen a sus actividades delictivas.
Ahora bien, es importante señalar que en un contexto de auge del narcotráfico como el que se vive actualmente en algunas regiones de México, el libro puede sólo cumplir un papel de difusor de algunas historias e ideas porque la aceptación y legitimidad de “La Familia” no depende necesariamente de éste.
Vale recordar que esta agrupación aparentemente no sólo delinque, sino que, suponiendo que les llegamos a creer, afirman: “hacen labor social, le hacen justicia al pueblo, hay voluntarios que aportan dinero, también les regalan armas para pelear contra sus enemigos”
(1) y tales acciones tienden a generar aceptación y simpatía entre sus coterráneos. Por ejemplo, el caso colombiano, país que enfrenta la lucha contra el narcotráfico hace más de dos décadas, muestra cómo la relación entre los miembros de los carteles y la población civil puede ser más cercana y entrañable de lo que podría pensarse. Recuérdese el caso de Pablo Escobar, más conocido como el Patrón, quien siendo el máximo dirigente del cartel de Medellín construyó centros de recreación, entregó dinero, construyó y amobló casas, y edificó un barrio en la ciudad de Medellín para la gente de bajos recursos económicos, llamado “Medellín sin Tugurios” o “el barrio de Pablo Escobar” con 780 viviendas unifamiliares. Ello permite comprender que cuando murió "el Patrón" a manos de las fuerzas de seguridad colombiana, muchos habitantes de las zonas pobres de Medellín que recibieron su ayuda lloraron y sintieron lastima por su muerte. Por tanto, la censura del libro no garantiza ni puede interpretarse como una ganancia en la lucha contra el narcotráfico, por el contrario, los efectos de su prohibición
(1) pueden incrementar lectores e incluso generar desaprobación ante las medidas tomadas por el gobierno mexicano para frenar los cárteles.
Al final, en todo caso, podríamos coincidir con Paul Valery, quien afirma que el efecto de la producción literaria es incierta porque nunca se sabe la reacción de los espíritus.
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1) http://revistareplicante.com/el-libro-prohibido-por-el-ejercito/
Laura N. Moreno Segura
Universidad de Barcelona